Perder el tiempo
Hablaba el otro día con mi amigo Luis de cuánto tiempo perdimos en Can Titi, un bar de toda la vida en el pueblo de Ibiza donde pasamos los veranos desde niños. A nuestros diecisiete, Luis, mi prima Eva, Isra y servidora llegábamos al bar a las diez de la noche y a veces nos daban las cuatro de la mañana esperando a Óscar, el último integrante de la pandi, que trabajaba en un restaurante y siempre acababa tardísimo.
No había móviles, así que tocaba llamarle desde el teléfono de bar y esperar. No había móviles, así que tocaba hablar.
Supongo que por eso Luis me contestó, tan listo y lúcido como siempre: no perdíamos el tiempo, sin ese tiempo no seríamos lo que somos.
Patapám.
Y es que la Sol que afirma la primera frase es una Sol de casi cincuenta palos, a la que esperar seis horas con el culo en la misma silla de bar cutre (y bocatas superlativos) no le mola en absoluto. Lo de hablar sí, claro, pero como no me acuerdo de nuestras conversaciones adolescentes, me parece un plan insulso. Algo a lo que nos dedicábamos porque no teníamos nada mejor que hacer.
Pero la Sol de diecisiete era muchísimo más lista que la de cincuenta, a las pruebas me remito. A aquella y a esta, pasar horas con amigos les hace infinitamente feliz y aquella, claro está, disfrutaba de ese manjar sin mesura. Sin pensar en responsabilidades, sin morirse de sueño, sin evadirse de la alegría infinita que es vivir como si no existiera nada más en el mundo que charlar, reír y comer bocatas superlativos, porque a los diecisiete no le engordaba el beicon con queso. Ni nada.
Desde que hablé con Luis he pensado mucho en nuestro tiempo perdido en Can Tití; en el tiempo perdido en Cala Bassa, bañándonos, durmiendo en la toalla, jugando al voley, de la mañana a la noche, de lunes a domingo, de junio a final de agosto. En las noches tumbados en la playa contemplando la lluvia de estrellas. En el tiempo perdido en el Trop´s, la discoteca - sótano, ligoteando y bailando el “I just can´t get enough” de Depeche Mode, el “Ritmo de la noche” de Mystic. No puedo hablar del tiempo perdido durmiendo, porque no era mucho. Agarrarme a mis amigos bronceados y melenudos era mucho más urgente que descansar, así que solo nos lo permitíamos en el ratito que iba desde el cierre de la disco a la apertura de la playa.
Intuyo que, inconscientemente, sentíamos el final del verano pisándonos los talones, por eso lo apurábamos hasta el infinito, perdiendo todo el tiempo posible juntos. El 31 de agosto se producía la tragedia que llevábamos dos meses mascando: Luis volvía a Madrid, al cabo de una semana mi prima y yo nos íbamos a Barcelona. Óscar e Isra se quedaban en la isla. Nuestro verano azul particular tocaba a su fin y aquello era insoportable. Ay, los llantos en el aeropuerto, qué número. La vida dejaba de tener sentido hasta el siguiente junio. O hasta que empezaban las clases y sustituías a los amigos bronceados por otros más pálidos.
No había móviles, así que tocaba escribirse cartas, o llamar desde el teléfono de tu hogar unifamiliar. Nada de enviar fotos, de hacer videollamadas. Los veinte minutos de charla mensual (no más porque tener un amigo en otra provincia era lo más caro del mundo) eran un tesoro que relamer y recordar hasta el siguiente mes.
Luis tiene toda la razón de mundo. Sin las horas eternas en Can Titi, no seríamos quienes somos, no nos querríamos de esta forma asalvajada, interminable, profunda. No seguiríamos descojonándonos, mientras nuestros hijos nos observan ojipláticos, de las mismas gilipolleces que nos divertían en 1990.
Ahora nos vemos algún rato en la playa, nos juntamos para cenar en sitios chulos un par de veces durante el verano y luego nos vamos a dormir. No agendamos las lluvias de estrellas. Can Titi cerró hace años y ya no perdemos el tiempo.
"Útil es todo lo que nos da felicidad"
Rodin