Esta es una de esas pocas veces en las que, más que escribir un artículo, se me está cayendo. Me explico: normalmente, paso tiempo pensando sobre qué voy a escribir, es un proceso más o menos prolongado, a veces desesperante. Pero en esta ocasión, mientras tomaba mi té y escribía mis páginas matutinas, ha aparecido el título en mi mente.
AQUÍ MANDO YO.
La realidad es que esa frase no ha surgido ni de mi taza ni de mi escritura, sino de la búsqueda incansable en la que ando en estas semanas. Todos los miércoles me reúno online con mis alumnas de mi nuevo programa PERTENÉCETE y el resto de los días mi cerebro anda inmerso, exclusivamente, en encontrar la manera de que mis chicas hagan click. ¿Cómo puedo mostrarles que hay otra manera de vivir? ¿Cómo conseguir que se sepan dueñas y señoras de lo que les pasa? ¿Cómo convencerlas de que libres es todo lo que están destinadas a ser? Y todo eso que les cuento me lo cuento a mí también, por si me despisto.
Esta mañana no me he levantado especialmente resolutiva y eficiente: que si voy ahora al gimnasio o que si luego, que si escribo ya o si después, pongo la lavadora ahora o esta noche. Cuántas dudas cuyo origen es siempre el mismo, tambalearnos sobre el “No sé”. La solución también siempre es la misma: no sepas, decide. Mira que es fácil, y cuántas veces se nos olvida. Se me olvida. ¿Por qué? ¿Cuál es el origen de este soltarnos de la mano a nosotras mismas? Ni más ni menos que nuestra resistencia inmensa a contarnos que, por más que nos joda a veces, aquí mandamos nosotras.
Como siempre, sigo levantando capas, porque llegar al núcleo es alcanzar el momento Eureka. Conocido el germen, diluida la dificultad.
Si todo lo que hacemos o dejamos de hacer depende del diálogo que tenemos con nosotras mismas y ese diálogo se basa en lo que creemos sobre nuestra persona, sobre el mundo y sobre nuestras posibilidades es fácil deducir que lo que hacemos o dejamos de hacer está totalmente influenciado sobre lo que nos han contado, con la palabra o con el ejemplo, sobre lo que podemos o debemos hacer o dejar de hacer.
Y lo que nos han contado, lamentablemente, muchas veces es guillotina en lugar de trampolín. Muchas de nuestras madres no trabajaban, así que la independencia económica era nula. Crecieron en la posguerra, con todas las limitaciones que eso suponía. La autorealización brillaba por su ausencia. No al gustazo, no al merecimiento, sí al sacrificio, porque si no hago (por los demás) no valgo. Bajo la piel: la duda, la culpa, el resentimiento, la frustración. La alerta constante porque todo es peligroso, porque mi deber es estar preocupada por la vida entera. Y en esa tensión no hay celebración, claro. Ya no hay posguerra y ahora curramos, pero una parte de nosotras lo ignora, se nos ha olvidado que hay otra manera de vivir, porque solo hemos contemplado una.
En el colegio, ya lo contaba en el artículo de la semana pasada, solo existía una respuesta correcta. Y esa respuesta no era fruto de la reflexión, sino de la obediencia, de la memorización. Otro machetazo en cualquier brote de creatividad, de originalidad, de revolución. De autoridad.
Por último (que no quiero excederme de los tres minutos), la evidencia: somos tías. Y como tales, recibimos un montón de regalos, de los que enumeraré solo unos pocos: menos sueldo por el mismo trabajo, responsabilidades hogareñas masivas, críticas por nuestro físico y por nuestros ropajes. A veces, gracias a Dios, se nos olvidan las barbaridades a las que algunas son sometidas por el simple hecho de ser mujer. Se nos olvida en lo consciente, pero no se borra del alma.
Son muchas las razones que justifican el abandono de nuestro poder, por eso justamente deberíamos aferrarnos a él con uñas y dientes. Recordarnos que a la primera persona a la que debemos convencer es a nosotras mismas, el resto vendrá después. Ante la duda, recordatorio: AQUÍ MANDO YO.
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