Mi amiga Carla tiene cincuenta años y trabaja, con sus padres y sus hermanos, en la empresa familiar que creó su abuelo. Si tenéis alguna experiencia trabajando, como fue mi caso, en empresas familiares, probablemente estéis pensando “¡Pobre Carla!”. Y es verdad que esos lugares en los que lo económico, lo laboral, las jerarquías, el amor y la vida entera están enredados son complicados de gestionar. Pero no es el caso.
Carla y su familia se avienen la mar de bien. Otra cosa es cómo, la autoexigencia de los demás le influye a Carla, a las Carlas del mundo.
Me explico.
Como en tantas empresas, la coordinación del personal es el gran problema. La comedura de tarro eterna. Cuando todo parece que va bien, dos se ponen enfermos y otra se larga a una empresa de la competencia. Ni te cuento en el sector turístico y de temporada. Al lío habitual se une la falta de personal cualificado. Con este panorama, Carla vivía con el corazón en un puño y empleando la mitad de la jornada, no en generar estrategias para que el negocio fuera mejor, sino apagando fuegos con la lengua fuera y un estrés de tres pares de pelotas.
Cuántas veces le habré insinuado que delegara esa parte del negocio, que se ocupara de lo que mejor se le da, que son las cuestiones marketinianas, que así el negocio crecería y ella dejaría de tener ronchas por todas partes. Ni puto caso. Los amigos no le hacen a la amiga coach ni puto caso.
Pero hace un mes, Carla se fue cinco días con su hija de vacaciones y como Murphy es así de perro, justo entonces se formó la gozadera en lo que a recursos humanos se refiere. Mi amiga se pasó los cinco días al teléfono, con los vellos como escarpias, estresadísima, sintiéndose fatal por no poder disfrutar ese tiempo con su hija y prometiéndose a sí misma, cual Escarlata O´Hara, que nunca volvería a pasar por esa tortura. Volvió a su empresa y le encargó a alguien de su confianza que se hiciera responsable de los marrones del personal. Chimpún, qué maravilla, Aleluya, gloria al cielo.
Pero no.
Porque, paradójicamente, al tomar esa decisión divina, en lugar de alivio, Carla sintió un agobio tremendo, un centrifugado mental imparable que no lograba desenredar. Ahí sí llamó a la amiga coach, menos mal.
“Tía, no sé qué me pasa, pero me encuentro fatal. Tengo una ansiedad tremenda. Una presión en la cabeza que no se me va con nada. Estoy pensando en ir a terapia, porque esto no me había ocurrido nunca y no estoy siendo capaz de superarlo sola.”
Empezó a contarme lo que había opinado la gente a la que le había hablado de su decisión: la mayoría le aplaudían, otros advertían de que la jugada podía salir mal. Carla repetía sin parar cuáles eran las opiniones de este y de aquel. Yo escuchaba, calladita, mientras apuntaba mentalmente la primera causa de su tremendo malestar: necesidad de aprobación ajena, de que otro justifique la decisión que has tomado y que te afecta solamente a ti, para bien, además.
Ella seguía con su remolino mental y verbal: “si mi familia no ha cuestionado mi decisión y estoy segura de que la persona va a ser capaz de manejar al personal mejor que yo.”
Yo asentía, pico cerrado. En esa frase andaba oculta la segunda causa del cacao mental de mi amiga: la culpa, porque su familia no cuestiona, pero ella se está autocuestionando. Porque lo importante no es lo que nos dicen los de fuera, sino lo que nos decimos nosotras y cómo eso potencia nuestras inseguridades y reabre cicatrices que no sabíamos ni que existían.
“Tía, si sé que soy capaz de hacerlo, no sé si la he cagado, pero es que esto me tenía en un sinvivir. Pero soy capaz, de verdad”. Tercera causa, aquí ya dejé de contenerme, claro. Le hablé de mis dos primeros diagnósticos y seguí con el tercero: vienes, venimos muchos, de familias donde uno vale más si hace más; en las que las decisiones se toman, no pensando en sentirte lo mejor posible, sino según mandatos que nos cuentan que primero la obligación y después la devoción. Y da igual si es un progenitor que en la empresa lo mismo friega que hace la contabilidad o si es una madre que parece un pulpo, porque si no tiene la casa como los chorros del oro, cocina el mejor cocido del país, cose los bajos de los uniformes al tiempo que curra fuera de casa le da un parraque. Cuantísimas venimos de ese panorama que no es hablado, sino mostrado e inoculado hasta la médula. Porque si puedo hacerlo yo, aunque me joda la vida entera, por qué lo va a hacer otro. Porque delegar lo que sea es tirar el dinero, es innecesario, es de vagos.
Quizás pienses, suscriptora, que la historia de Carla no tiene nada que ver contigo, pero ya te digo yo que sí. Tiene que ver contigo, conmigo y con todas las que tantas veces hemos usado nuestra capacidad (de sacrificio, de aguante, de trabajo) como arma arrojadiza contra nosotras mismas. Habla de todas las que, en algún momento, hemos tomado decisiones teniendo en cuenta, no nuestra libre voluntad, no el deseo de una vida mejor (llena de calma, de descanso, de aire), sino la cantidad infinita de cosas que podemos hacer sin desplomarnos. Porque enfermar, enfermamos, pero como no nos morimos… Sin analizar necesidades reales, deseos y recursos a nuestro alcance, y no hablamos solo de dinero, sino de amigos, de familia, de organización, de darle vueltas al coco, no en bucle, sino con la firme intención de descargar cuerpo y mente.
Se me ha ido el texto a los seis minutos, mil perdones, pero la ocasión lo requería.
Feliz sábado.
Gracias Sol. Este tema lo tenemos tan inoculado, tan enredado en las entrañas, que aunque racionalmente lo tengamos claro y lo sepamos detectar, es muy muy difícil de torear.
Una de las cosas que pueden ayudar es preguntarnos: ¿qué pasa si no lo hago?.
Gracias Sol
Que maravilla Sol, me has llevado al verano del 2016, mi padre enfermo(falleció en agosto de ese año) y yo tirando de todo lo que se ponía por delante acompañamiento en el hospital, negocio familiar,resto de familia y con el yo puedo por bandera..gracias me he dado cuenta de lo bien que estoy y que no pasa nada por decir no quiero o no puedo...me ha costado aprenderlo,pero cada vez decido más por lo que yo quiero 😊😊