Confieso: soy un tanto obsesiva. Me da por una canción y, hala, en bucle durante días. Me gusta un cantante y voy a cincuenta y ocho conciertos suyos (en veinticinco años, ojo), me entusiasma una peli y ahí está “Top Gun: Maverick” como lo más visto en el 2022 gracias, en gran medida, a las veces que fui al cine para dejar que Tom me inundara de nostalgia y me devolviera a mis doce.
Algunas de esas obsesiones llegan y se van, otras se quedan para siempre, como la de no dejar nada en la recámara. Me refiero, sobre todo, a contarle a la gente que me importa lo mucho que la quiero, dejarles clarísimo que son imprescindibles en mi vida, que no sería lo que soy si no fuera gracias a ellos. De amor y de agradecimiento está hecha esta psicosis mía.
Casi nada empieza por casualidad, y es que allá por mis diecinueve se fueron dos personas. Sin previo aviso. Sin preparación. Sin darme la posibilidad de pensar todo lo que les quería decir antes de que el tiempo se acabara. Ahí me di cuenta de que nunca sabes cuándo va a acabarse.
Probablemente en 1992 empezó a tatuarse en mi mente el “No somos eternas” que habéis escuchado por activa y por pasiva en mis redes. Ni soy eterna yo, ni es eterno nadie. Y como, aparte de obsesiva, soy muy práctica he usado esta información a mi favor: si te quiero, te lo digo. Y, como me mola la eficiencia, la obsesión de no dejar nada en la recámara la he extendido a otras parcelas de la vida: a no dejar para mañana el disfrute que pueda gozar hoy; a virar mientras haya tiempo, o sea, hoy mismo si soy capaz. Y si no lo soy, hacer lo posible por lograrlo mañana.
Pero volvamos a lo del amor, que es lo que te quería contar, querida suscriptora. Que es lo que mueve el mundo.
Cuánto me pesaron en su momento todos los abrazos que no di, el agradecimiento que no mostré. Me prometí a mí misma que nunca volvería a meter piedras innecesarias en mi mochila. Y como la vida es así de sabia y de cabrona a veces, repite las historias, para comprobar si has aprendido o si, aparte de arrastrar las piedras, te vas a tropezar con ellas por los siglos de los siglos.
La realidad vuelve a abofetearte el alma y a contarte que hoy estás y que, por imposible que parezca, mañana te has ido. Que alguien existía y que se ha ido. La tristeza que se te cuela por los poros y te revuelca. El espacio asqueroso que habita entre no creértelo y no poder soportarlo. La impotencia de no saber cómo se maneja la ausencia, si agarrándote a ella o negándola. Y el consuelo enorme, suave, blandito de que no quedara nada pendiente. Nada. Ni un abrazo, ni un te quiero, ni un bon dia, ni una charla importante, ni una risa porque sí, ni un amanecer, ni una puesta de sol compartida. La baraja entera extendida sobre la mesa. Los entresijos abiertos de par en par.
La recámara vacía, como debe ser.
No conocí a mis abuelos, por lo que siempre he extrañado esos besos y abrazos, pero mis padres y padrinos me llenaron de ellos. Pertenezco a una familia muy cariñosa, nos mimamos hasta con la mirada. Podemos discrepar y ser cada uno como es. Sabemos que nuestra unión es más valiosa que cualquier circunstancia pasajera.
Con mis amigos he sido más reticente. Tenía nueve años cuando perdí, de repente, a mi mejor amiga del cole. Acoracé mi corazón hasta que años más tarde cuatro amigas me eligieron como quinto componente del grupo, su actitud generosa y paciente derribó mis miedos y me di toda. Desde entonces he recuperado el tiempo perdido. Doy todos los besos y abrazos que siento, digo todos los te quiero y comentarios hermosos que me inspiran amigos y familia. Tener este colchón afectivo hace que camine serena, segura y sonriente por la vida. Me siento arropada incluso en la distancia…
Tuve la agria fortuna de vaciar mi recámara cuando supe que a mi padre le quedaban pocos días (fueron horas, en realidad). Su "te quiero" susurrado me acompaña cada día. La última conversación fue tan dura... Pero siento gratitud por haberla podido tener. Un abrazo a todos aquellos que estéis transitando un duelo. Vamos paso a paso...