Lo quiero todo
Leía hoy un texto de Amaya Ascunce en el que describe su amor por el mar. Ella cree que ese enamoramiento se ensancha porque es del interior. Como el mar era escaso, ella lo quiere más. Me sorprendo a mí misma estando de acuerdo con ella. Yo, que repito cada año que a mí la playa, plim; que no echo de menos el mar viviendo en Madrid; que podría vivir años feliz sin acercarme a él.
Pero es mentira.
Lo que me pasa es que lo quiero todo: quiero cines y teatros y museos y bares y restaurantes y calles de barrios desconocidas y avenidas anchas y librerías bonitas y rascacielos y aeropuertos internacionales y musicales y conciertos y conferencias y palacios y gente nueva y gente diferente. Y también quiero el mar en el que nací y crecí, el de Serrat, el de las puestas de sol indescriptibles, el de las aguas más transparentes de la galaxia, el de mis paseos al amanecer. Tan inmenso, sabio y bonito. Tan reparador.
Me he resignado a que mis dos quereres son incompatibles. O lo uno o lo otro. Nunca a la vez. Un poco como Lady Halcón y su novio. Y como soy pragmática a más no poder, inconscientemente resolví que una no pasa mil horas al día mirando al mar, que decía Jorge Sepúlveda, pero sí recorriendo los cines, los teatros, las avenidas, los palacios. Y opté por lo que me entretiene, aunque me apasione el mar. Me acabo de dar cuenta. Hay que ver, lo que me ha iluminado el texto de Ascunce.
Algo tenía que haber sospechado cuando, en cuanto nos desconfinaron, volé al mar de mi isla. Ahí sí me pasé horas contemplándolo. No lo echaba de menos, hasta que lo eché. Estaba más limpio que nunca. Qué gusto comprobar cómo se regenera la naturaleza cuando el humano deja de tocarle las narices. Qué felicidad bañarme sola en ese esmeralda.
Otra prueba de que lo quiero todo: el amor a la soledad y el amor a la urbe. La plenitud en una playa solitaria, en una montaña solitaria, en un campo solitario. Y en un cine solitario, en una ciudad antes de amanecer, en una ciudad confinada.
En esta mañana de iluminaciones sorprendentes acabo de decidir, leyendo la última línea del párrafo anterior, que no solo me apasionaba el silencio que reinaba en nuestra cuarentena y del que hablaba en mi primer “Tres minutos”, también me fascinaban las calles solitarias. Solo las disfruté una vez, claro, por aquello de que no podíamos salir. El día en el que acudí al hospital porque perdí el olfato y el gusto. Siete de la tarde en el centro de Madrid. No me sorprendió caminar sola por la calle, pero sí que no hubiera nadie en los balcones. Nadie. No vi a nadie en los diez minutos que separan mi casa de “La Milagrosa”. Me impresionó, de eso ya me había dado cuenta. Ahora sé que me encantó.
También me gustan las montañas, verdes o nevadas, enormes. Me fascina Montserrat, boca abierta cada vez que aparece en el horizonte, camino a los Pirineos. Boca abierta en el Cadí, boca abierta en los valles, verdes o nevados, tan planos en contraste con las alturas que los rodean.
Qué tontada eso de elegir entre mar y montaña, entre dulce y salado, entre campo y ciudad, entre el Barça y el Madrid, té o café, París o Nueva York. Nos puede gustar todo y podemos quererlo todo. Elegir, muchas veces, no es más que la excusa para contarnos que no disfrutemos tanto, que con esto ya está bien, que no nacimos para divertirnos a todo lo que da. Yo lo quiero todo y, de momento, perseguirlo me divierte.