Lo que a mí me calma, a ti te estresa (y a la inversa)
A estas alturas, querida suscriptora, no te extrañará que te diga que escribo estas letras desde el aeropuerto. Esto, que ya podemos llamar costumbre, es producto de que 1) Estoy viajando mucho estas semanas y 2) Este rato es el oasis que me proporciona la calma necesaria para escribir. Quizás te parezca curioso que en medio del batiburrillo aeroportuario, de toda la gente que va y viene, de los niños que gritan, de las chavalas que corren a su puerta de embarque porque ay que perdemos el vuelo yo reciba a las musas, conecte con mis entresijos y sienta cómo la historia que te quiero contar recorre el espacio que va de mi cerebro a mis deditos pasando por el esternón y haciendo parada en mis tripas.
A mí también me extraña, porque cuando estoy en casa o en la oficina necesito silencio absoluto, ninguna presencia, temperatura perfecta o no hay manera de arrancar.
Pero es que mi calma es consecuencia, en gran parte, de la inspiración, de las historias, y un aeropuerto es la cuna de todas las historias. Si no que se lo cuenten al creador de “Love Actually”. Idas, venidas, encuentros, despedidas, risas, caras de mala hostia. Lo que ves y lo que intuyes. Lo que muestran y lo que me invento. Este sarao a mí me deja los chakras planchaditos y brillantes. A otras, probablemente las desquicie vivas y encuentren ese remanso en el campo, en la playa, en su habitación. El caso es encontrar el tuyo, porque copiar el ajeno no funciona, ya te lo digo.
Que cada humana es un mundo ya me lo olía yo, pero acabó de confirmármelo una conversación que mantuve la semana pasada en el chat de las amiguis del cole. Yo tenía cita con el cardiólogo porque sufro unas taquicardias de lo más molestas, y mis churritas estaban pendientes, más bonicas…
Claro tía, es que llevas un ritmo, que normal que te aceleres… Decía mi Cris querida. Yo le contesté que para nada, que me había pillado uno días de descanso, mis hijos estaban con los abuelos y que esa mañana había ido al Museo Naval, a desayunar con un amigo y que luego me iba al teatro con otro, previo paso por librería Amapolas para charlar un rato con Laura. Relax del bueno.
Sí, vamos, un día de lo más tranquilo, me da algo se reía Cris. Esa risa estaba llena de perspectiva, porque, efectivamente, lo que yo veía como día de tranquilidad colosal, a ella se le antojaba como un periplo estresante a más no poder, el equivalente a lo que para mí significan mis jornadas maratonianas de formaciones o estudio, la cantidad de aviones y trenes a los que me puedo llegar a subir en un mes, el trasiego interminable de la maternidad.
En ese momento, otra de las amiguis del cole, escribió que ella le daría algo si tuviera que pasar el día rodeada de treinta nenes de cuatro años, que es lo que hace Cristina, porque es maestra de infantil. Me sentí completamente identificada. Eso me sacaría mucho más de quicio que una ponencia de ocho horas, dos trenes, tres aviones y la redacción de un libro entero.
A mí me llena de tranquilidad el cambio, la novedad, el descubrimiento, la variedad, el movimiento. Me estresaría muchísimo un horario fijo; pensar que sé cómo, dónde y con quién pasaré el resto de mi vida (escribo “pensar” porque en realidad nadie lo sabe, se creen que lo saben, pero qué va).
El desasosiego llega, en muchos casos, cuando pretendemos adoptar otras vidas que nos parecen más sencillas, más fáciles, o más divertidas y más excitantes, sin preguntarnos quienes somos y qué es eso que nos llena el alma. Copiar no sirve, ni en el cole ni en la vida, porque quizás cubres el expediente, pero no aprendes nada.