El domingo pasado me levanté temprano, llovía. Mi amigo Ángel, que se está quedando en casa estos días, se había ido con unos amigos a Valencia. Era el primer día que me levantaba sola en casa, después de que mis hijos se hayan ido a estudiar a USA.
Domingo. Sola en casa. En silencio. Sin plan alguno hasta las seis de la tarde, momento en el que me iría al teatro con Paulo. Qué gustazo de panorama.
Busqué en Spotify el disco de Lady Gaga y Tony Bennett, que es magnífico y me traslada a Nueva York. Decidí ordenar la estantería enorme del salón, llena de libros. Sacarlos todos, pasar un trapo impregnado en esencia de vainilla. Coloqué mis decenas de libretas bonitas en el mismo estante, tiré papelajos que no sirven para nada. Encontré fotos olvidadas de mi adolescencia, de mi juventud, del inicio de mi maternidad. Un pellizco me agarró al esternón y bajó hasta mi estómago. Qué chiquitines eran, qué rubios, qué delgaditos. Qué lejos están ahora. Quiero abrazarles. Ay, qué melancolía más punzante.
Dejé que me abrazara la nostalgia y no se convirtió en tristeza. Primero, porque sé que el coco es tramposo y que las fotos cuentan lo que quieren, se olvidan del cansancio devastador en el que vivía permanentemente mientras mis hijos eran pequeños; de lo prisionera que me sentía. Segundo, porque me contagian lo felices que están en su pueblo de New Jersey cada vez que hablamos. Y tercero, porque mi vida está bien compartimentada.
Imaginé qué habría sentido frente a mi estantería si no hubiera tenido entradas para el teatro esa tarde. Si al día siguiente me esperara un trabajo que no me gustara, en lugar de esto mío que me apasiona y me construye continuamente. Si no sintiera que tengo los mejores amigos de la galaxia. Si no disfrutara enormemente de mi soledad, de mis cines y mis conciertos, de mis ratos de escritura y de lectura, de mis paseos, de mis visitas a Laura Riñón, de mis tés en el InterContinental, de mi sillón y mis series, de mis viajes, de mis pastelitos en Balbisiana, de lo bonita que he dejado mi casa. De lo bonita que he dejado mi vida.
Y fíjate, lectora, que creé todos esos compartimentos vitales mientras mis chavales crecían. Y era agotador. Porque después de los planes con los niños, muerta del cansancio, me reunía con mis amigos, estudiaba, hacía un esfuerzo brutal por practicar deporte, por asomar la cabeza y visitar el mundo exterior, por mucho que me costara. Entendía perfectamente a las que se centraban en la maternidad y se olvidaban del resto, porque lo contrario es una salvajada que ahora agradezco muchísimo, pero que entonces me dejaba aplastada en el asfalto cual dibujo animado.
Lo contrario me habría llevado, en efecto, a habitar ahora un nido vacío en el que no existiría ni yo. Una se diluye cuando se olvida de lo que le gusta. O cuando solo le gusta una cosa y esa cosa se aleja o desaparece. Da igual si es una pareja, unos hijos que crecen, un proyecto que termina. Una pata se va y la mesa se cae, porque no hay más patas. El vacío te atrapa y qué difícil es salir.
Escribo estas letras, querida lectora, para animarte a que analices cuántas patas sostienen la maravilla que eres. Imagina que una desaparece, ¿cómo se vería tu existencia? Después de leerme, ¿echas de menos alguna pata? Quizás has depositado demasiado peso sobre alguna, o le restaste importancia a otra y ahora has caído en que es importante. Pues manos a la obra, porque la plenitud es un trabajo continuo que siempre vale la pena.
P.D. Ayer era viernes y eso significa nuevo episodio de mi podcast. En esta ocasión he compartido herramientas prácticas para gestionar tu diálogo interno y convertirlo en algo que te impulse, no que te aplaste. Lo puedes escuchar enterito aquí.
Pues aquí estoy a las 7 de un sábado leyendo (en silencio), mientras todos duermen, con mi café y mis mallas puestas a punto de salir a mover el body. Alguien me inspira para hacerlo. Quién será? Me encanta leerte.
Qué razón tienes, Sol. Ese cansancio devastador lo estoy sufriendo ahora mismo con mi hijo de dos años más mi autoinmunidad que me produce una fatiga que me consume. Corro a Amapolas a comprar libros desde la oficina, unos minutos antes de que cierren, para tener al menos esos minutos de paz antes de volver al modo madre cuando mi hijo sale de la guardería. Un día a la semana, como mínimo, mi pareja se encarga del niño y me planto en Cristina Oria antes de subir a la oficina con mi libro y mi diario y mi café latte manchado con soja en taza mug. Busco exposiciones abiertas a las 3 de la tarde para poder ir antes de ir a recogerlo. Me acuesto cada día a las 9 con mi hijo. No da para más. Pero exprimo los minutos que puedo para seguir tus consejos, hacer cosas que me gustan y priorizarme y que está maternidad que me está sentando tan mal física y psicológicamente, se alivie y se aligere un poquito. GRACIAS Sol, una parte es gracias a ti. Ánimo con ese nido no vacío que con tanto esfuerzo has creado.