Estoy leyendo “Céntrate”, de Cal Newport. En inglés se llama “Deep Work”, que en español sería "Trabajo profundo" y que es como llevo llamando al libro durante toda la semana, por rara que me sonara la traducción. Bien no estoy. En fin, que ando inmersa en las letras de este señor que proclama la importancia de dedicar unas horas al día, o semanas, o meses al año a realizar trabajos con una concentración máxima. Pone como ejemplo de enfoque total el trabajo de los artesanos, aunque está claro que el libro va dirigido a los que tecleamos, a los que andamos frente a la pantalla todo el día. También nos cuenta de personas que se encierran en plan monástico durante mucho tiempo o de otros que, simplemente (por decir algo) se levantan a las cinco para poder enfocarse antes de que el mundo se ponga en pie.
Y aquí estoy yo, a las 6:40 de un lunes, dándole a la tecla, enfocada a más no poder.
Afirma Cal que esos momentos de concentración total causan una plenitud tremenda, que somos más felices cuando solo pensamos y actuamos sobre una cosa. No sé si lo escribe exactamente así, pero así lo interpreté yo mientras le leía y pensaba en agosto de 2016, el mes que pasé en Nueva York, inmersa en el final de mi primer libro.
Pensaréis que mi felicidad extrema llegaba por habitar en mi ciudad favorita de la galaxia, pero no, amigas. He pasado mucho tiempo allí, me lo he pasado bestialmente bien siempre, pero el éxtasis Santateresiano que me invadió durante aquel mes en el que escribía de diez a doce horas diarias no se ha vuelto a repetir. He escrito más libros, pero ninguno ha sido una novela. Ninguno ha precisado de esa solidificación de mi atención, porque era eso lo que sentía, que todo mi cerebro era una masa compacta que apuntaba en una sola dirección: la historia que tenía en mis manos y que se fundía, sin remedio, con la mía.
Como a mí me encanta eso de sentirme plena y ser feliz, me pregunto qué otros momentos se parecen a ese, para extraer un patrón y repetirlo sin mesura. Joder, que no me sale. A ver, recuerdo momentos muy felices: mi cuarenta y cinco cumpleaños en Ciudad de México, algunas noches míticas con amaneceres míticos y amigas míticas, un fin de semana que pasé en un pueblo de Albacete con gente que casi no conocía y que me encantó, las presentaciones de mis libros, una mañana de Navidad en la que me desperté a las tres de la tarde (después de una noche mítica, claro) y estaban dando Supermán en la tele, un quince de agosto hipercaluroso en el que fui directamente de los cuarenta grados húmedos de Formentera a los dieciséis secos de Andorra.
Y podría seguir hasta el infinito. Soy una tía afortunada con unos momentos felices de lo más variados, pero por más que lo intento, no doy con otro tan largo, intenso y glorioso como mi mes neoyorquino profundo.
Tampoco, por más que busco, encuentro otro periodo tan largo de concentración extrema. Porque sí, estudié Derecho y, para un solo examen, el de Internacional Privado, tuve que estudiar mil doscientas páginas, pero no era lo mismo. Y sí, la asignatura me gustaba, pero no me la había inventado yo. Y aquí es donde radica la enorme diferencia, creo, entre mi felicidad de agosto de 2016 y todas las otras felicidades: en el crear algo donde antes habitaba la nada.
Me doy cuenta ahora de que estos tres minutos que os envío desde hace unas semanas son una versión reducida de aquello. En este momento, mi coco es una flecha en la que no existe nada más que el negro sobre blanco. Solo lo que os quiero transmitir y el gustirrinín inmenso de llenar el vacío: el del papel, el de mi creatividad, el de mis ganas.
Deduzco, pues, que Newport tiene razón, pero que la guarnición indispensable para llegar al nirvana, al menos en mi caso, tiene mucho que ver con las letras, con la invención y con las historias que están por llegar, que espero sean muchas.
Absolutamente de acuerdo y me siento muy afortunada de haber vivido Eda sensación de plenitud que dices, cuando creas algo de la nada. Hace 9 años adopte un cachorro, era verano y para que aprendiera a hacer pis en la calle lo sacaba todos los días a las 6 o 7 de la mañana. Horror en vacaciones! Pero... qué hacer hasta que amanece mi familia mínimo a las 11? Escribir! De tirón mogollón de horas! Oye... y me fastidiaba que se levantaran y me interrumpieran! Que sensación de plenitud tan maravillosa! Tampoco la he vuelto a sentir tal cual pero... sé que existe! Totalmente de acuerdo con tu reflexión. 😘