Dos amigos lo han dejado con sus parejas esta semana, será la llegada del fresquete, será que, por mucho que uno intente evitarlo, acaba viendo la realidad: sin él, sin ella, estaré mejor.
Mis dos amigos enfrentan su recién estrenada soltería de manera muy diferente: uno, llamémosle Jaime, desde la serenidad. Me da mucha pena, la quiero muchísimo, es una persona excepcional, pero sus celos son una línea roja que imposibilita esta relación. No quiero eso, lo tengo claro. Su vida sigue; sus aficiones, sus lecturas, sus viajes le ilusionan de la misma manera que antes de que María llegara a su vida. También esto pasará, lo sabe y lo siente.
Al otro, a Marcos, en cambio, es la soledad lo que le duele. No la echo de menos a ella, lo que pasa es que no soporto estar solo.
Cuando le dije que era necesario que aprendiera a disfrutar de su soledad, Marcos me preguntó por qué. Patidifusa me quedé, no entendía que alguien no supiera por qué el manejarse individualmente era un antídoto imprescindible contra la frustración, la única manera de ser realmente libre. Desde la necesidad, no eliges, te agarras a un clavo ardiendo, a un plan ardiendo, a una novia ardiendo, a unas compañías que te la repampinflan a más no poder. El único requisito necesario para hacer algo o estar con alguien es que eviten tu soledad y, con tal de conseguirlo, eres capaz de acercarte a alguien que no soportas. Así somos los humanos, nos movemos, muchas veces, no buscando la felicidad, sino huyendo del dolor o, mejor dicho, de lo que imaginamos que nos causará dolor. En este caso, el dolor es la soledad, pero el dolor es también dormir con alguien a quien, ni entiendes, ni quieres entender.
Y es que lo de las relaciones amorosas da para mucho, para tanto que la mayoría de canciones, muchos de los libros, millones de horas de pensamientos de lo habitantes de nuestro planeta se basan en ellas. Sobre todo, en el final de ellas, en el sufrimiento que provocan, en la incomprensión de algo tan común como misterioso: el vínculo o la ausencia de él. Vaya líos nos montamos con el dichoso vínculo, señores y señoras.
Volvamos a Jaime, mi amigo el de la ex celosa. Nos contó su sarao en medio de una comida, todavía no había roto. Uno de los comensales le aconsejaba que, si había un vínculo, intentara arreglarlo, tener paciencia.
Yo, con los vellos inguinales como escarpias, me mordía la lengua y pensaba: Pero qué vínculo ni vínculo, pero qué vínculo ni qué niño muerto. María pretende que mi amado Jaime deje de ser él, que se comporte como si no fuera él, que se calle como si no fuera él. Que se transforme en otra persona.
El vínculo no puede justificar, jamás, la manipulación, la crueldad, la infelicidad. Ni el vínculo, ni nada.
Por no hablar de que hablamos del vínculo como si fuera algo tangible, único cuando, en realidad, si pudiéramos ver los hilitos que van de una persona a otra, comprobaríamos que el hilo que va de María hasta Jaime, no tiene nada que ver con el que va de Jaime hasta María. Tomamos como verdad nuestra percepción, la objetivamos y la proyectamos sobre el otro. Esto que yo siento no puede ser solamente mío, así que, zasca, me cuento que al de enfrente le pasa exactamente lo mismo que a mí, sin darme cuenta de que esto es como los colores, jamás sabremos cómo es el azul para alguien que no soy yo.
Quizás por eso, en lugar de defender el vínculo como si nos fuera la vida en ello, podríamos fijarnos en conceptos más simples, más mundanos, para decidir si nos arrimamos a este o a aquella, para pasar de los clavos ardiendo, básicamente. Estar a gusto, Sentirme pleno, reírme mucho, ser yo mismo sin pensar si digo o si hago o si se enfada o si le gusta. Saberme libre, siempre.
Saberme libre y yo añadiría "Sentirle libre", que está porque así lo quiere. Un placer leerte, como siempre. Buen día.
Me ha encantado la frase: “ no nos movemos por la felicidad sino huyendo del dolor” es tan real!!!
Bueno, lo de la soledad da para otro melón 🍈
Gracias, Sol 🙏🏻